Seamos sinceros, no es fácil liderar. La persona que ejerce el liderazgo se enfrenta a muchas críticas. Siempre habrá gente que piensa que lo puede hacer mejor y que van a descargar todas sus frustraciones en aquellos que los guían. Y este descargo de frustración puede comenzar con una pequeña queja y terminar en una gran rebelión.
El desear ser líder no es en sí mismo un mal deseo. De hecho, Pablo escribiendo a Timoteo le dice: «Fiel es esta palabra: Si alguien anhela el obispado, desea buena obra» (1 Ti. 3:1). Sin embargo, en algunas ocasiones este deseo genuino y bueno puede resultar ser una peligrosa tentación. ¿Por qué? Porque en ciertas ocasiones aquellos que más desean ser líderes son también los más propensos a no hacerlo bien.
Esto no es algo que solamente vemos en el mundo, sino que también se puede ver en la iglesia. Muchas personas aspiran a posiciones de liderazgo dentro de la iglesia porque les atrae la estado de respeto y mando que obtienen con ello. Pero se olvidan de que lo más importante en la vida cristiana no es liderar, sino servir. Cristo Jesús nos ha llamado principalmente a servir y no a mandar.
La iglesia del Señor no es una democracia. Aunque el sistema bíblico de liderazgo eclesiástico implica la participación de la congregación, los líderes no son los representantes, mandatarios o delegados de ésta, sino que son los representantes del Señor, quien es el único Rey de la iglesia. Dios es quien los escoge, llama y capacita para el ejercicio del liderazgo. Pero, tristemente, esto no les agrada a todos. Ya sea porque algunos se sienten mejor capacitados o porque no concuerdan con la forma en que los líderes actuales desarrollan el ministerio, siempre hay personas que se quejan o abiertamente se rebelan contra los líderes legalmente instituidos por Dios.
Moisés, en Números 16, tuvo que lidiar con este tipo de problema. Nos dice el texto bíblico que en un determinado momento dos grupos se levantaron contra Moisés y contra el orden establecido.
El primer grupo estaba conformado por los coreítas, un clan de la tribu de Leví que pertenecían a la familia de Coré. La queja de los coreítas fue la siguiente: «¡Basta ya de ustedes! Porque toda la congregación, todos ellos son santos, y el SEÑOR está en medio de ellos. ¿Por qué, pues, se enaltecen ustedes sobre la asamblea del SEÑOR?» (Nm. 16:3). Las palabras de Coré y sus seguidores revelan enfado. No estaban a gusto con status quo de las cosas. Basado en una premisa correcta (el sacerdocio universal de los creyentes), llegaron a una conclusión equivocada: No necesitamos el sacerdocio de Aarón. Ellos pensaron que podían aproximarse a Dios, sin la intervención de aquel a quien Dios había elegido como el sumo sacerdote. Eran defensores del «igualitarismo religioso», pensando que todos tenían el mismo estatus y oficios delante del Señor. Pero su gran error también ocultaba algo aún más siniestro: No estaban de acuerdo con la estructura establecida por Dios y despreciaban a aquellos que el Señor había puesto en el liderazgo.
Moisés, como hombre de Dios que era, no se enfrentó a ellos. No comenzó a increparnos ni menos aún los amenazó. Sino que él «…se postró sobre su rostro, y habló a Coré y a todo su grupo diciendo: El SEÑOR dará a conocer mañana por la mañana a los que son suyos. A quien sea santo lo hará que se acerque a él, y a quien escoja lo hará que se acerque a él» (Nm. 16:4-5). Moisés hizo lo que todo líder debe hacer cuando enfrenta oposición y rebelión: Buscar al Señor en humildad y pedir al Señor que vindique su causa. Ese es un buen consejo que debemos atender, porque muchas veces respondemos de la misma forma en que nos atacan y damos así más espacio a la carnalidad que al Espíritu de Dios.
El segundo grupo estaba conformado por Datán y Abiram. Cuando Moisés los mandó a llamar, ellos rehusaron comparecer. Le dijeron a Moisés: «¡No iremos! ¿Te parece poca cosa que nos hayas hecho venir de una tierra que fluye leche y miel a fin de hacernos morir en el desierto, para que también insistas en enseñorearte sobre nosotros?». Sus palabras revelan resentimiento. Según ellos, Moisés no había cumplido lo que había prometido. Ellos no estaban en una tierra que fluye leche y miel, sino en medio del desierto. Acusaron a Moisés de haber engañado al pueblo.
Datán y Abiram son el caso típico de aquellas personas que dirigen la frustración que tienen contra el Señor hacia otra persona, especialmente hacia los líderes que Dios ha puesto. Como estaban decepcionados con el estado de las cosas, buscaron a un culpable y ese culpable solo podía ser Moisés. Nosotros sabemos que los verdaderos responsables de la situación del pueblo de Israel eran los propios israelitas. Su desobediencia e incredulidad los habían dejado en el estado en que se encontraban. La acusación contra Moisés era injusta, pero también era totalmente infundada.
Dios respondió a estos dos grupos. Él ejecutó su juicio sobre estos grupos abriendo la tierra y tragándolos. Ellos no habían solo despreciado a Moisés, sino principalmente al Señor.
¿Cómo podemos evitar caer en los mismos pecados? La respuesta se encuentra en la cruz. En la cruz vemos al Dios-Hombre, Jesucristo, en medio de nosotros. En Cristo vemos el amor de Dios y captamos que Dios está obrando en medio de su pueblo a pesar de que las circunstancias parezcan indicar que Dios salió de escena.
Debemos seguir al Supremo Comandante a través de los líderes que él ha escogido, capacitado y designado. No estoy hablando de obediencia ciega a cualquiera que se autodenomine líder, sino de aquellos que Dios efectivamente ha establecido.
Cristo es el Rey de la Iglesia, pero único Rey gobierna por medio de sus delegados bíblicamente escogidos.